sábado, 19 de septiembre de 2015

¿Está lleno?

Pedro es un importante profesor de filosofía de la Universidad. Un día, frente a sus alumnos y en silencio, sacó de abajo del escritorio, un frasco grande de boca ancha. Lo colocó sobre la mesa, junto a una bandeja con piedras del tamaño de un puño y preguntó:

-¿Cuántas piedras piensan que caben en el frasco?

Después de que los asistentes hicieron sus conjeturas, comenzó a meter piedras hasta que llenó el frasco. Luego preguntó:

-¿Está lleno?

Todo el mundo lo miró y asintió. Entonces, sacó de abajo de la mesa un recipiente con piedras más pequeñas Metió parte de ellas en el frasco y lo agitó. Las piedritas penetraron por los espacios que dejaban las piedras grandes. El profesor sonrió con ironía y repitió:

-¿Está lleno?

Esta vez, los alumnos dudaron.

-Tal vez,  no.

-¡Bien!

En ese momento, tomó una  caja con arena y comenzó a volcarla en el frasco. La arena filtraba entre los pequeños intersticios que las piedras grandes y las chicas dejaban, hasta llenar el envase.

-¿Está lleno?

-¡Sí,! - respondieron unánimemente los estudiantes.

Entonces Pedro, frente a la mirada sorprendida de sus alumnos, tomó una jarra de agua y vertió su contenido dentro del frasco hasta que, efectivamente, quedó lleno.

En esta ocasión, los alumnos, sonrieron. Cuando la risa se apagaba, el filósofo preguntó:

-¿Qué hemos demostrado? Un alumno respondió: 

-Que no importa lo llena que esté tu agenda, si lo intentás, siempre podés hacer que quepan más cosas.

-¡No...!, concluyó el profesor -, este frasco representa la vida: nos enseña que debemos colocar las piedras grandes e importantes primero, el resto encontrará su lugar...

Autor anónimo.

Moraleja: todo lo que forma nuestra vida es importante en un momento determinado y es un elemento necesario de tu realidad bajo una circunstancia en particular. Nunca tu frasco estará completamente lleno, siempre habrá algo más para agregar. Pero son las piedras grandes las verdaderamente importantes, las que forman parte de lo esencial y prioritario, son las que forman la base del frasco, las que no deberíamos perder, el resto, pueden perderse, desecharse, correrse, ajustarse, sacarse, reubicarse, reemplazarse.

Que este cuento te sirva para que pienses cuáles son tus "piedras grandes".

sábado, 1 de agosto de 2015

Los asesinos

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni que estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.
Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.
Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.
–¿Quién Soy? –le dijo pausadamente, indeciso.
El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.
–¿Quién soy? ¿Quién soy? – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.
Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.
Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.
Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. “¿Quién soy?” , le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.
Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.
Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer pulsó un botón rojo en la pared.
Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.
“¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!” – bramaron los altavoces.
Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.
La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.
Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!
Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.
Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. “¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quién soy!”
Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro…
Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. “Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando”, dijo el guarda.
“No lo entiendo”, dijo el segundo, rascándose la cabeza. “Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era”.
Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien.”
Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.
 Autor: Stephen King (escritor norteamericano. Nació en 1947.)

jueves, 23 de julio de 2015

El regalo de los Reyes Magos.


Un dólar con ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y de eso, sesenta estaban en monedas de un centavo. Monedas ahorradas de a una o de a dos, regateando con el verdulero, el almacenero y el carnicero hasta que las mejillas se le ponían coloradas por la evidente moderación en los gastos que implicaban esas acciones. Della contó el dinero tres veces. Un dólar con ochenta y siete centavos. Y el día siguiente era Navidad.
No había nada que hacer más que dejarse caer en el pequeño sofá gastado y llorar de pena. Eso fue lo que hizo Della. Hecho que nos lleva a una reflexión moral: que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, pero especialmente de lloriqueos. 
Mientras la dueña de casa va pasando del primer estado al segundo, echemos un vistazo a su hogar. Es un departamento amoblado que alquila por ocho dólares semanales. No es que sea exactamente imposible de describir, pero su aspecto general es bastante cercano a la indigencia. 
Abajo, en el vestíbulo había un buzón que no recibía cartas y un timbre que ningún dedo mortal podía hacer sonar. Allí mismo había una tarjeta que decía: “ Señor James Dillingham Young”. 
El “Dillingham” había sido agregado en un período anterior de prosperidad, cuando su poseedor ganaba treinta dólares por semana. Ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte dólares, estaban pensando seriamente en reducir su nombre a una modesta “ D” sin pretensiones. Pero cada vez que James Dillingham Young regresaba a casa y subía hasta su departamento, la señora Dillingham Young lo llamaba “ Jim” y lo recibía con un fuerte abrazo. A ella ya la conocen los lectores como Della. Y todo está muy bien así.
Della dejó de llorar y se secó las mejillas con la franela. Se paró junto a la ventana y detuvo su mirada sin brillo en un gato gris que caminaba por una verja gris de un patio trasero, también gris. El día siguiente era Navidad y ella sólo tenía un dólar con ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando todos los centavos que pudo durante meses, y el resultado era éste. Veinte dólares por semana no sirven para mucho. Los gastos habían superado lo estimado. Siempre sucedía lo mismo. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. ¡ Había dedicado tantas horas de felicidad a pensar en un lindo regalo para él! Algo fino, raro y valioso: algo más o menos digno de pertenecer a él. 
Entre las ventanas del cuarto había un espejo de cuerpo entero. Tal vez ustedes hayan visto un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares semanales. Observando su reflejo en una secuencia rápida de franjas longitudinales, una persona muy delgada y ágil podría hacerse una idea bastante aproximada de su propio aspecto. Della, que era esbelta, había llegado a dominar ese arte.
De pronto se alejó de la ventana y se paró frente al espejo. Sus ojos brillaban llenos de vida, pero su rostro perdió el color por unos segundos. Rápidamente desató su cabello y lo dejó caer en toda su longitud. 
Ahora bien: los Dillingham Young poseían dos cosas que les inspiraban un gran orgullo. Uno de ellos era el reloj de oro de Jim, que había pertenecido a su padre y a su abuelo. El otro era el cabello de Della. Si la reina de Saba hubiera vivido en el departamento de enfrente, Della habría dejado que su cabello se secara en la ventana para que todas las joyas de Su Majestad carecieran de valor comparadas con su belleza. Si el rey Salomón hubiera trabajado como portero en el edificio y acumulado todas sus riquezas en el sótano, a Jim le habría bastado pasar por su lado exhibiendo el reloj para ver cómo se arrancaba por envidia los pelos de la barba.
Por eso, el hermoso cabello de Della cayó ondeando y brillando como una cascada de aguas color castaño. Llegaba más allá de sus rodillas y era casi un vestido para ella. Pero luego volvió a recogerlo nerviosa y rápidamente. Vaciló un momento y se quedó inmóvil, mientras una o dos lágrimas caían en la gastada alfombra roja. 
Luego se puso el viejo saco marrón y también el viejo sombrero marrón. Haciendo un movimiento rápido, que agitó su pollera, se dirigió a la puerta y bajó las escaleras hacia la calle, todavía con un destello en sus ojos.
Se detuvo frente a un letrero que decía: “ Madame Sofronie. Pelucas y cabellos de todo tipo”. Della subió corriendo un tramo de las escaleras y luego se detuvo un instante, jadeando, para recuperar la serenidad. Madame, corpulenta, demasiado blanca y fría, no tenía el aspecto de llamarse “ Sofronie”. 
-¿ Compraría mi cabello?- preguntó Della.
-Yo compro cabello- le contestó Madame-. Quítese el sombrero y déjeme ver el suyo. 
Entonces volvió a caer la cascada de color castaño. 
-Veinte dólares- dijo Madame, levantándolo con mano experta.
-Démelos enseguida- dijo Della.
Oh, las dos horas siguientes pasaron rápidamente, bañadas por una ola de esperanza. Pero olvidemos esa remanida metáfora. Della registró las tiendas de arriba abajo buscando el regalo para Jim. 
Finalmente lo encontró. Era algo hecho para él y para nadie más. No había otro igual en ninguna de las tiendas, y eso que las había revisado por completo. Era una cadena de platino para un reloj de bolsillo, de un diseño sencillo y simple, que exhibía su valor por la materia misma y no por los adornos decorativos, como deben hacerlo todos los objetos de verdadera calidad. Hasta era digna del reloj. No bien la vio supo que debía pertenecer a Jim. Era como él, tenía sus mismas cualidades: sobriedad y valor. Veintiún dólares le pidieron por ella, y luego volvió corriendo a casa con los ochenta y siete centavos que le quedaron. Con semejante cadena en su reloj, Jim podría preocuparse por la hora ante la presencia de cualquier persona. A pesar de lo maravilloso que era el reloj, Jim a veces tenía que mirarlo de reojo por la vieja correa de cuero que usaba en vez de cadena.
Cuando Della regresó a su casa, su excitación se debilitó un poco para dar lugar a la prudencia y la razón. Puso a calentar al fuego sus tijeras para hacer rulos y se dedicó a reparar los destrozos causados por la generosidad agregada al amor. Ésa es siempre una tarea dura, queridos amigos: una tarea de enormes proporciones. 
En cuarenta minutos su cabeza estaba llena de pequeños y apretados rulos que le deban el maravilloso aspecto de un pícaro escolar. Se observó en el espejo un rato largo, con atención y mirada crítica.
“ Si Jim no me mata antes de mirarme dos veces”, se dijo, “ me verá como a una corista de Coney Island. Pero ¿ qué podía hacer? Oh, ¿ que podía hacer con un dólar con ochenta y siete centavos?”.
A las siete de la tarde, el café estaba preparado y la sartén, sobre la hornalla, lo suficientemente caliente como para cocinar los bifes. 
Jim nunca llegaba tarde. Della, con la cadena oculta en su mano, se sentó en un extremo de la mesa cerca de la puerta por la que él entraba siempre. Al oír sus pasos por la escalera, por un momento se puso pálida. Tenía la costumbre de rezar en silencio por las cosas cotidianas, y ahora murmuró: 
-Por favor, Dios mío, haz que siga viéndome hermosa.
Se abrió la puerta, Jim entró y la cerró. Se lo veía delgado y muy serio. ¡ Pobre hombre, tener apenas veintidós años y cargar sobre sus hombros con la responsabilidad de una familia! Necesitaban un nuevo sobretodo y no tenía guantes. Jim se detuvo al lado de la puerta, como un perro de caza inmóvil que ha olfateado su presa. Sus ojos estaban fijos en Della. Había en ellos una expresión que ella no podía discernir, y eso la aterrorizaba. No era furia, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos para los que Della se había estado preparando. Sólo la miró fijamente con esa expresión peculiar en su rostro. 
Della se levantó meneando su cuerpo y se dirigió hacia él.
-Jim, querido- exclamó-, no me mires así. Me corté el cabello y lo vendí porque no podía pasar esta Navidad sin comprarte un regalo. Me crecerá de nuevo. No te molesta, ¿verdad? Tuve que hacerlo. Mi cabello crece muy rápido. ¡ Deséame un feliz Navidad, Jim, y seamos felices! No te imaginas el hermoso regalo que tengo para ti. 
-¿ Te has cortado el cabello?- preguntó Jim, con dificultad, como si no hubiera advertido todavía ese hecho evidente, a pesar de su enorme esfuerzo mental. 
-Me lo corté y lo vendí- contestó Della-. ¿ No te gusto igual? Sigo siendo yo, aunque no tenga pelo, ¿ no crees?
Jim miró a a su alrededor con curiosidad. 
-¿ Dices que tu cabello ha desaparecido?- dijo, casi con un aire de estupidez. 
-No te molestes en buscarlo- respondió Della-. Lo vendí, ya te lo dije. Lo vendí y ha desaparecido. Es víspera de Navidad, querido. Sé bueno conmigo, porque lo hice por ti. Tal vez haya tenido una cantidad precisa de cabello- añadió súbitamente, con dulce seriedad-, pero nadie podrá calcular nunca el amor que siento por ti. ¿ Pongo los bifes al fuego, Jim?
Él pareció salir de su trance, despertar rápidamente, y abrazó a su Della. Por unos diez segundos, observemos con discreción algún objeto insignificante que esté en otro lado del cuarto. Ocho dólares por semana o un millón por año: ¿ cuál es la diferencia? Un matemático o un sabio podría darles la respuesta equivocada. Los Reyes Magos llevan regalos valiosos, pero aquel objeto no estaba entre ellos. Más adelante aclararemos esta oscura afirmación.
Jim tomó un paquete del bolsillo de su sobretodo y lo arrojó sobre la mesa.
-No te equivoques al juzgarme, Della- dijo-. Ningún corte de cabello va a hacer que yo quiera menos a mi mujer. Pero, si abres el paquete, comprenderás por qué me dejaste sin palabras por un momento.
Dedos blancos y ágiles rompieron el moño y el papel. Luego vino un grito eufórico de alegría, y más tarde, ¡ ay!, un rápido cambio femenino la llevó al llanto histérico y al sollozo, que requirieron de inmediato de todo el poder de consuelo que tenía el dueño de casa.
Porque allí estaban las peinetas, el juego de peinetas que Della había adorado durante mucho tiempo en una vidriera de Broadway. Hermosas peinetas, de auténtico carey, con incrustaciones de piedras preciosas en los bordes. La clase de peinetas apropiadas para lucir en su precioso cabello desaparecido. Eran peinetas costosas, ella lo sabía, y su corazón las había codiciado y anhelado sin ninguna esperanza de tenerlas. Ahora eran suyas, pero los mechones que debían de haber adornado, a su vez, a aquellos envidiables adornos, ya no estaban allí.
Sin embargo, las estrechó contra su pecho y, finalmente, pudo levantar su vista nublada con una sonrisa y decir: 
-¡Mi cabello crece tan rápido, Jim!
Y luego saltó, como un gatito chamuscado, y gritó:
-¡ Oh, oh!
Jim no había visto todavía su hermoso regalo. Se lo entregó ansiosa sobre su palma extendida. El opaco metal precioso parecía brillar con el reflejo de su espíritu ardiente y luminoso.
-¿ No es hermosa, Jim? Recorrí toda la ciudad para encontrarla. Ahora vas a tener que mirar la hora cien veces al día. Dame tu reloj, quiero ver cómo queda colocada. 
En vez de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, puso sus manos en la nuca y sonrió.
-Della- dijo-, olvidemos nuestros regalos de Navidad por un tiempo. Son demasiado hermosos para usarlos ahora. Vendí el reloj para poder comprarte las peinetas. ¿ Qué tal si ponés los bifes al fuego?
Los Reyes Magos, como ustedes saben, eran hombres sabios, maravillosamente sabios, que llevaron un regalo al Niño Jesús en el pesebre. Ellos inventaron el arte de hacer regalos en Navidad. Como eran inteligentes, sus regalos también lo eran, y tal vez tenían el privilegio de cambiarlos en caso de estar repetidos. Acabo de contarles, como pude, la crónica sin incidentes de dos niños tontos que, carentes de todo juicio, sacrificaron el uno por el otro los tesoros más valiosos que tenían en su hogar. Pero, por último, quiero decirles a los sabios actuales que, de todos aquellos que dan regalos, éstos fueron los más inteligentes. De todos los que reciben y dan regalos, los que actúan como ellos son los más sabios. En cualquier lugar del mundo, son los más sabios. Ellos son los Reyes Magos.

Autor: O. Henry, seudónimo del escritor norteamericano William Sydney Porter (1862-1910)